Este blog será el testigo del proceso creativo y, a la par, subiré los avances narrativos en entregas.

jueves, 26 de junio de 2014

Diez elementos lunares

Acá va una lista de diez cosas que rodean a la luna y que creo les interesará conocer
http://www.space.com/19619-top-10-moon-facts.html?cmpid=514630_20140619_24581726

Cómo convertirse en astronauta

Acá un link que dará una breve idea de lo que hay detrás de ser un astronauta y, cómo dijo Tom Wolfe, lo que hay que tener... http://www.space.com/25786-how-to-become-an-astronaut.html?cmpid=514630_20140621_26420376

martes, 17 de junio de 2014

Nostalgia de Vuelo (Capítulo III)

NOSTALGIA DE VUELO

III

Hace cuatro meses murió su madre y aún no siente todo.
Matías se sumerge en la alberca. De un brinco sigiloso penetra el espejo y siente cómo el agua lo inunda, lo traspasa. Sin respirar comienza a nadar, con furia, una brazada tras otra, como si cada movimiento lo alejara un poco más de todo. Una brazada izquierda, una brazada derecha, una brazada izquierda, piensa en su padre que lo espera en el restaurante, una brazada derecha, con la misma vestimenta que ayer, respira, una brazada izquierda, piensa en su madre, el brazo hace una parábola, muerta, hacia el cielo, trata de revivirla, el antebrazo se estira, cada vez recuerda menos el tono de su voz, con la palma unida, más los gestos mudos, los dedos se clavan como albatros y arrastran agua y piensa en la idea que tuvo hace una semana; gira la cabeza hacia la superficie, le gusta, da una larga bocanada, puede ser su gran novela, hunde la mirada en la alberca, la novela que nunca ha escrito, y observa los azulejos mientras patalea con fuerza a través de la piscina de base azul y líneas de boyas blancas que demarcan carriles. Matías toca el filo del agua y da la media vuelta, nada en sentido inverso sin dejar de pensar derrotas. Cuando termina la tercera vuelta, nada con fuerza hasta que se cansa y siente poco, como si nada hubiera cambiado ese año hasta que deja de nadar. Toma aire y flota con tranquilidad, como si viajara en el espacio, en paz, dejando que la gravedad lo lleve hasta el fondo. Se hunde lento, siente su cuerpo ligero y observa los dedos que se refractan en el agua y exhala. Mientras las burbujas ascienden, el cae.
Al llegar al fondo, mantiene los ojos abiertos, las venas rojas se llenan de suelo azul cloro y de diminutos azulejos que se entrelazan bajos sus piernas, en flor de loto mientras los brazos se agitan entre sí y las manos lo sostienen al fondo, como si fuera un niño. Contempla la alberca vacía y siente cómo el estómago se contrae, los pulmones se disipan, lo obligan a emerger; Matías sólo desea quedarse al fondo de la piscina y recuerda los años en los que empezó a bucear.
Se inscribió al curso cuando leyó que los astronautas entrenaban en albercas, con tanques de oxígeno y visores negros, y quiso seguir sus pasos, aún tenía la esperanza; cuando entró era aún adolescente. Para el segundo día olvidó la sensación de ingravidez que sólo experimentaban los buzos, los paracaidistas y los astronautas y su mente se ocupó de algo trascendental: sus compañeras en trajes de baño repletas de adrenalina y hormonas. Ese verano se enamoró tres veces, y aunque no recuerda el nombre de ellas sí su cuerpo rodeados por spandex y trajes de neopreno.
Toma impulso y sube lento, entreabriendo la boca para escupir burbujas que ascienden más rápido que las piernas, hasta que siente cómo se vacían los pulmones y asciende veloz hacia el cielo de la alberca. De una soplo respira el aire húmedo de la superficie y se limpia las gotas sobre los ojos, antes de voltear a su alrededor. En una esquina está el asiento del salvavidas, vacío, como toda la piscina. Súbitamente, todo se le aclara, tan evidente que no entiende cómo no se dio cuenta antes.
Sale rápido de la alberca, se seca con una toalla y las gotas del pelo se derriten hasta el suelo. Se viste junto a la alberca y abandona el club de natación al que perteneció de joven, con la ropa encima del traje de baño. El pantalón se humedece mientras llega a la esquina y toma un taxi.
-          ¿A dónde vamos? –pregunta el chofer, ante un Matías en silencio.
-          Todo derecho- responde, sin dejar de ver por la ventana.
El taxi arranca, él observa la ciudad de día, las nuevas líneas de transporte y los edificios cada vez más altos mientras da indicaciones viales en una ciudad que le es extraña. Aunque vivió ahí más de veinte años y  odia su entorno, sabe que aún no es tiempo de regresar a España. Abre la ventana y una bocanada de aire se incrusta en el rostro, como si atravesara una pared de agua. Detrás, al fondo, a lo lejos, huele el aire húmedo que presagia lluvia en un cielo sin nubes y piensa en ella, sólo en ella, para impedir que se vaya.

Matías escucha el ruido del aire que lo invade y succiona el oxígeno puro. Siente la ráfaga que atraviesa la tráquea, reposa por segundos en los pulmones, los tensa y obliga a exhalar por la boca. Con los ojos cerrados vuelve a inhalar. Los labios se amoldan al respirador y escucha el lento subir y bajar del oxígeno por su boca. Hace cuatro meses su madre murió y sólo siente cómo el aire lo invade y lo abandona.
            Deja la boquilla sobre la mesa, cierra la válvula del tanque y espera, sentado, a que la puerta por fin se abra. Lleva doce minutos encerrado y es la tercera vez que consulta el reloj de su celular, las 10:23. Abre por segunda ocasión el portal de noticias. Los mismos encabezados: Matan a tres en Aguascalientes; Cuernavaca es territorio de sangre; Alemania vence a Italia en futbol; crisis en Crimea, cita una leyenda que se desplaza por la pantalla, con un link a un video. Un hombre habla a la cámara, impecable con su traje gris de dos piezas y corbata roja; gesticula en silencio junto a una imagen de Barack Obama, el presidente estadounidense, estrechando la mano de Vladimir Putin, el ministro ruso. Es una imagen de archivo, en ese momento, Matías sabe que son enemigos, que se están declarando la guerra, aunque ninguno quiere combatir. Lee las noticias culturales, y cuando termina, coteja los diplomas que cuelgan en la pared, aburrido. Piensa en la idea que se le ocurrió, revelación que buscar ser narrada, y sigue delineando la trama.
            Matías –escucha su nombre y voltea.
Es Marco, la misma cara porosa, los ojos pequeños y la sonrisa amplia. Camina hacia él, le da un abrazo y siente el golpe fuerte sobre la espalda.
-          ¿Cómo has estado, cabrón? –dice Marco, mientras se separan y lo recorre con la mirada- Me dijeron que estabas de regreso y tenía que ver que era cierto.
Matías lo ve, en traje de baño, el reloj corpulento, con sandalias y camiseta roja con el símbolo del acuario, sólo no encuentra los lentes oscuros sobre la cabeza.
-          No puedo creer que estés aquí. ¿Hace cuánto no nos vemos?, wey
Un poco más moreno, un poco menos pelo, todo lo demás, igual.
-          Ocho años –aclara.
-          Mierda, ocho años –dice Marco mientras se reclina en la silla y acomoda los brazos sobre el escritorio- ¿Hace cinco te fuiste, no?
-          Sí.
-          Puta, que rápido pasa el tiempo.
En el funeral todos le dijeron lo mismo.
-          ¿Qué te trae por acá?, wey
-          ¿A México?
-          A México, aquí… qué cuentas, wey.
Matías había olvidado el tono artificial de Marco, que tantos problemas le habían ocasionado, pero que a él le era indiferente.
-          No mucho.
-          ¿No mucho? –lo interrumpe Marco- lo último que me enteré es que andabas en Europa, viviendo como playboy.
Matías recuerda el frío al salir de trabajar en la madrugada, con las propinas del día y las manos dentro de la chamarra, frotándolas, mientras espera el autobús que lo lleve a su apartamento, cuarenta minutos fuera de la ciudad, sin aire acondicionado, con una cama individual y un librero repleto.
-          Algo así.
-          ¿En Barcelona?
-          Sí.
-          Pinche Matías, quién como tú –palmea Marco, sin dejar de verlo-. Y seguro, anduviste por todos lados.
No recuerda los viajes en tren ni ciudades pequeñas, sólo París, siempre París y, si se concentra, encuentra ese hotel en Pisa y una tarde atemorizante en Atenas.
-          Europa no vale si no vas a esos lugares ¿o no, wey? –afirma Marco, restregándose las manos- tengo un chingo de ganas de hacer eso. ¿Y qué tal es, diferente?
Matías se queda callado, piensa en las calles estrechas, los museos, los edificios monumentales y en la perfección. Marco arquea las cejas, se impacienta.
- No seas cabrón. Sé que fuiste. Ya cuenta.
Ve a Marco a los ojos, piensa en trenes, en mujeres, en clubes nocturnos, en Europa, pero no tiene idea de lo qué quiere saber y sólo responde.
-          Increíble.
-          A huevo, tengo un chingo de ganas de ir, sólo por eso.
Matías no adivina.
-          Tienes que ir, vale la pena.
-          Si cabrón, he visto fotografías y videos.
Trata de imaginar cómo sería la carpeta con el título “mi viaje a Europa” en su álbum de fotos.
-          Ninguna foto se le acerca.
Deben ser mujeres o antros, piensa, Marco siempre se jactó de su ignorancia. Tal vez coches.
-          Ya sé, cabrón. Es que ir a la islas Orcadas o Malta o, ¡Azores!, we
Ah, playas, delimita, el siguiente punto es mujeres en bikinis, no, toples.
-          O estar a 30 metros de profundidad y ver los barcos de Scapa Flow o las mantas en Isla de Hierro, debe valer todo el viaje.
Marco le da un golpe y Matías sonríe, sigue siendo el mismo que hace diez años. Matías piensa en los lugares que nombra, nunca fue, pero repite el último, el que conoce de fotografías.
-          Isla de Hierro, en Canarias, lo mejor. Unos arrecifes y cuevas volcánicas…
-          No mames, cabrón –lo interrumpe, emocionado- Isla de hierro debe ser una chingonería. Que chingón que fuiste, pinche Matías. Es uno de los cinco lugares en los que quiero bucear.
-          ¿Y los otros?
-          Los mismos que siempre, cabrón.
Matías ni siquiera lo intenta, sabe que esa etapa de su vida se esfumó hace muchos años.
-          No mames, ¿no te acuerdas? Íbamos a ir juntos.
-          Ah –dice, mientras se arremolinan nombres en su cabeza, sin sensaciones- Blue Hole en Belice.
-           Exacto, puto, la isla de Gorgona en Colombia.
-          Para nadar con los tiburones.
-          Sabía que te acordarías -Matías lo ve, la piel un poco más morena, más viejo, con más adrenalina- Port Sudán.
-          El mar Rojo –dice Matías y comienza a sentir la adrenalina de planear viajes inexistentes, como veinteañero- donde están los—
-          Toyota –le interrumpe Marco, con emoción de niño- debe ser poca madre ver el chingo de coches abandonados –suspira- pero nada como Scapa Flow y Isla de Hierro -nombra los últimos, como un mandato- Qué chingón, pinche Matías.
Matías ríe y nostálgico argumenta, como si la edad lo rebasara.
-          Qué tiempos… Y tú ¿qué has hecho?
Marco le cuenta sus últimos diez años, sin omitir mayores acontecimientos hasta un estruendoso.
-          Aquí me ves –Marco señala la placa, dorada, supervisor.
Matías observa la oficina oscura, repleta de carteles y hojas sobre el escritorio.
-          Vi que ahora eres El supervisor –lo remarca, le susurra al ego.
-          Sí, caon –Marco se hecha hacia atrás, con orgullo- hace tres años me promovieron. Aunque es un megachinga, no te creas. Estar todo el día coordinando todo el desmadre, que todos hagan bien su trabajo, que cuiden el equipo, supervisar a la gente… pero chingón.
-          Lo mereces, ya llevas aquí ¿qué, once años?
-          Sí –se interrumpe, como en diálogo torpe-. Qué pinche gusto, Matías. No mames, que bien la pasamos, ¿te acuerdas?
Se acuerda, por eso está ahí.
-          El viaje a Ríohacha –recuerda Matías.
-          Tu primer buceo – dice Marco, conteniendo la sonrisa, como si llevara mucho tratando de contar un chiste.
Matías sabe que es una de sus anécdotas favoritas, nunca ha tendido porqué y no lo deja continuar.
-           O la vez de las cuevas –evoca Matías y Marco lo detiene con una carcajada incómoda.
-          Pinche Matías, no cambias. Y ¿ya estás casado, con hijos?
-          No.
-          Yo tampoco. Apenas tenemos treinta años, cabrón. ¿Sabes quién ya se casó y hasta es papá? Julián.
No recuerda a ningún Julián, pero sólo asiente.
-          Sí, ya todos se están casando.
-          Qué hueva cabrón. Mejor así, uno libre –se señala el pecho, como si no hubiera evolucionado a humano- Y la vida que te debes haber dado cabrón. Por lo que vi en un programa, en Barcelona hay alemanas, polacas, checas, ¡checas wey!, me han dicho que están buenísimas.
Matías sólo sonríe. Nunca conoció una checa ni fue a Praga, sólo conoció a sudacas como él y recuerda a una venezolana en la que no pensaba hace mucho tiempo.
-          Sí. Hay muy buenas viejas –responde, sin darse cuenta que mimetiza el tono.
-          Que envidia, yo también he agarrado buenas morras, aunque acá no son lo mismo–dice Marco, en avalancha- pero, ¿cuándo llegaste?
-          En agosto.
-          Ah, no mames, entonces ya estás de regreso cabrón, tenemos que ir por unas chelas. ¿Y por qué te regresaste? –Marco recuerda, se queda en silencio, y le sujeta el antebrazo - Lo siento mano, no pude ir al funeral. Lo leí en Facebook, pero sabes que no soy bueno para esas cosas.
Matías lo ve sorprendido.
-          No te preocupes.
-          ¿Y cómo estás?
-          Bien.
-          Ya, la neta, soy yo we, ¿cómo estás?
Sabe que si le dice la verdad, que está bien, que no extraña a su madre, que está emocionado por planes futuros, que no pasa nada, no le creerá.
-          Mejor que el viejo, ese sí está jodido.
Marco hace el gesto incómodo de la empatía, sus padres aún viven, sus abuelos también. No sabe lo que es la muerte, pero piensa que debe ser lo más difícil de la vida; insuperable.
-          Me imagino. Debe estar cabrón, pobre de tu jefe. ¿Qué fueron, treinta y cinco años juntos?
-          Cuarenta y dos.
-          Madres.
-          Sí –dice, mientras se acomoda en la banca.
-          Supongo que te estás quedando con él.
Marco pregunta como interrogatorio. Matías, ya quiere llegar a la reunión a la que fue; si en diez años no han hablado es por algo.
-          Sí –escueto, no quiere dar explicaciones – ¿Y tus papás cómo han estado?
-          Bien, igual, ya sabes.
Marco se sienta enfrente, lo observa, pálido, con los brazos más delgados, cansado.
-          No mames wey, estás igualito. Tenemos que ir por unas chelas, urgentes. ¿Y vas a quedarte de fijo?
-          Es lo que estoy viendo -contesta Matías-, en España está muy complicada la situación.
-          Sí, vi que están peor que Guatemala.
Matías duda que Marco sepa cómo es la realidad guatemalteca y asiente.
-          Así que si encuentro un buen trabajo aquí, me quedó por un tiempo. Ya extrañaba México –miente.
-          ¿Y qué tipo de trabajo buscas?
-          Ya sabes, sigo siendo el mismo –miente- uno que sea divertido y no tenga que usar zapatos. No importa tanto cuánto paguen -dice, seguro de que mordió el anzuelo
-          ¿Y por qué no trabajas en un periódico?
-          No mames –le dice, como si hablaran el mismo idioma- ya me cansé.
-          Te entiendo –asegura, sin conocimiento -está cabrón ser Godínez. ¿Y no te gustaría trabajar en un lugar como éste?
Matías ve la oficina, como si no la hubiera analizado.
-         Sé que no es mucho para ti.
Divaga entre fotografías de peces y corales. No quiere decirle que por eso está ahí, que necesita bucear para encontrar una historia; sin importa la paga miserable o la ausencia de futuro.
-          ¿Aún te acuerdas cómo bucear?
Matías asiente.
-          Es como andar en bicicleta, eso no se olvida- dice, en lugar común y sonríe.
-          Eras bueno. La neta nunca entendí porque lo dejaste.
-          Ya sabes, la vida te lleva por otros caminos –Matías alecciona a Marco, con frases que sabe que lo cimbrarán, como si fueran tarjetas postales.
-          Éramos un gran equipo –dice Marco, nostálgico.
-          Sí –replica, seguro de que tiene que amarrarle la idea- un gran equipo, siempre.
Marco lo ve, estira los brazos hacia la mesa, como si la rodeara y viéndolo a los ojos, pregunta, como le enseñaron.
-          ¿Te gustaría ser coordinador de buzos?
Matías lo ve, como si no lo esperara.
-          ¿Aquí, aquí?
-          Pues sí wey, ni modo que en Canarias, no mames.
Matías sabe que necesita sentir para escribir una novela de una vez por todas.
-          No lo había pensado, pero me encantaría.
-          Tengo que hablarlo con el jefe, pero –Marco guarda silencio, crea suspenso- a la mierda… ¿le entras?
Asiente. Marco palmea el escritorio.
-          Pinche Matías, que chingón será trabajar contigo. Otra vez juntos, cabrón.
Matías actúa emociones para no defraudarlo.
-          Serás coordinador de buzos, mi mano derecha, ¿cómo ves?, cabrón… pinche Matías.
Matías recuerda los escalafones. Equipo técnico, asistentes, buzos de limpieza, instructores, biólogos y veterinarios, el coordinador de buzos, el supervisor, el ingeniero y el patrón. Así se los enseñaron. Estrecha la mano de su próximo jefe y sabe que su sueldo no va a ser tan raquítico como esperaba.
-          Tenemos que hablar del sueldo –dice, como en cualquier entrevista de trabajo- y de los horarios.
-          El sueldo es bueno y el horario es de oficina. Tienes todas las prestaciones de la ley y una oficina para ti. Además--
-          ¿Tiempo de oficina? –lo interrumpe.
-          Sí, de 9 a 6. A veces hasta las ocho. Pero pagan bien.
No está ahí por el sueldo y, de seguro, la noción de un buen sueldo para Marco es exagerada, piensa.
-          No sabía que abrían hasta tarde.
-          No, el mismo horario que siempre, pero es un cargo ejecutivo. Aunque el museo esté cerrado –Matías sonríe, piensa que si Marco conociera los museos sabría que esto no es ni un criadero de zoológico- tendrás que estar aquí, tomando decisiones y llenando papeles.
-          O sea, ¿en las mañanas buceo y después en oficina?
-          Sí, bueno, tú no buceas mucho, pero eres el coordinador, decides la rotación y supervisas que todos hagan su trabajo. Sería el responsable ante mí, directo.
-          O sea, ¿sería el responsable del acuario?
Marco odia el “o sea” de Matías, siempre creyó que su mayor defecto era ser así, “fresa”.
-          Luego te cuento con calma pero, a grandes rasgos, serías el encargado de la logística del acuario, supervisarías la limpieza, a los grupos escolares, que los shows se den en sus horas –recuerda los espectáculos, de circo no de acuario- y que no haya problemas con los visitantes.
-          Es mucha chamba –dice, inseguro de buscar un puesto administrativo.
-          No te preocupes, hay otra coordinadora -ríe Marco, con picardía de ignorante- y creo que te va a gustar como compañera.
Matías duda.
-          Me late, gracias.
-          Tú y yo, un equipo –le dice Marco y Matías se sorprende al ver que su amigo y jefe, realmente se emociona por trabajar en un acuario de pueblo. Él sólo quiere sentirse vivo, otra vez.
-          Y ¿cuándo empiezo?
-          ¿Cuándo puedes?
-          Ya.
Marco se emociona, revisa su agenda, en blanco.
-          Nos vemos mañana, aquí, a las 9 –revisa su reloj- yo llegaré a las diez, pero aquí nos vemos. ¿Tienes equipo?
Medita si aún servirán sus aletas, si el visor no se empañará. De pronto, como siempre, suena un teléfono.
-          Marco Aguilera, al habla.
Matías escucha un par de frases, demasiado serias; el tono, como villano caricaturizado..
-          Me permites, tengo que tomar esta llamada. Nos vemos mañana. - Le ofrece la mano a Matías y le indica con la vista, la puerta- ahorita le digo al poli de tu salida.
Abandona la oficina en silencio. Cuando cierra la puerta, decide recordar el lugar. Camina hacia la puerta, clausurada para visitantes y entra al acuario de épocas antiguas. Atraviesa los vestidores y ve algunos cambios, mínimos. Nuevos armarios, las mismas bancas y las regaderas tan despostilladas como hace una década. Camina sobre la alfombra gris, sólo se escuchan sus pisadas y el ruido de las máquinas. Matías sabe que es el día libre, no espera encontrar gente.
Atraviesa las calderas, sin dejar de pensar en la idea que se le ocurrió hace siete días, casi ocho. Es un sueño que creía olvidado, que siempre deseó; y ya. Su padre se lo dijo, todos creían que era una broma, un deseo de infancia. Y lo fue. Nunca llegó a nada. Matías recuerda a una compañera de la preparatoria, ella también quería ser astronauta. Lo último que supo fue que trabajó en la NASA y terminó en Holanda, trabajando para el instituto aeroespacial en Amsterdam, con la esperanza de ir al espacio. Cuando supo la historia, se decepcionó, él no se había esforzado lo suficiente. No escucha ningún ruido y sigue caminando, en solitario, sin dejar de pensar en los astronautas, en esos hombres que se atrevieron, a todo y abre la puerta que lleva a los viejos estanques donde los peces imaginan que viven en el océano más pequeño que se conozca, no en una pecera gigante.
La puerta no suena y cuando entra, se queda estático, con la barra de metal en la espalda. A su derecha hay un letrero que prohíbe el paso y camina, lento, con los ojos muy abiertos y el rostro azulado. Piensa en Yuri Gagarin, cuando le mostraron el cohete espacial.
-          Pinche Marco- dice, mientras ve el nuevo acuario.
Cuando se fue, las peceras eran de acrílico y cemento, pequeñas tinas azules que albergaban tortugas, mantarrayas y un estanque de nutrias. Ahora, los tanques repletos se deslizan con formas que semejan agua.
Camina por el pasillo, la oscuridad a su alrededor, tenue, visible para no caerse pero genera la sensación de estar solo, aun hubiera más gente, y las peceras de azul neón que se desbordan. Se acerca al vidrio y observa a los peces, conviviendo en cardúmenes diminutos. Un pez pargo nada, aletea con ventosidad y pasa frente a él, con el ojo negro hacia él, como si lo viera un ciego.
Camina con los ojos amplios, observa cada tanque, como si fuera por primera vez, de la mano materna y, con un dedo, señala las tortugas, los peces carpa que se repliegan como nubes y piensa que para eso llegó esta mañana. El lugar es mucho mejor de lo que esperaba y ya tiene un trabajo. Observa los cangrejos en el fondo de las peceras. Convierte el posible sueldo en euros y se da cuenta de que la paga es pésima, pero por el momento no paga renta y tiene que aprovechar el tiempo libre para escribir. Sabe que ese lugar lo inspirará. Sigue con paso lento, al pargo que ondea por la pecera circular, con la mano sobre el barandal, frío. Piensa, que tiene razón Marco, no es un acuario, es el museo marítimo que le contó una vez, borracho.
Detrás del pargo hay un pez más grande, no recuerda su nombre, que zigzaguea, en busca de presa, de un lado a otro, entre los helechos de las esquinas y deja rastros de la arena cuando asciende. El pez se acerca al pargo, sin calma, y Matías da un brinco.
 Matías escucha su corazón en aspavientos y una risa que inunda la sala. El pez se contrae entre las mandíbulas del tiburón y se aleja de la vitrina, perplejo. La risa se contiene a su espalda. Espera. Cuando voltea, la ve caminar, casi a lo lejos, con un lento movimiento, como si flotara sobre la alfombra, con blusa jade y pantalón blanco, liso. Ella camina sin detenerse, frente a las paredes de vidrio, y sólo voltea cuando está frente a las nutrias. La nariz recta, los ojos grandes que brillan y el pelo liso que se agita sutil, siguiendo el compás de cada paso. Sabe que no están permitidas las visitas y duda que ella trabaje en un acuario. Ve como sonríe con las nutrias, las señala, como si acompañara su jugueteo hasta que se pierde en la oscuridad. Cuando siente que desaparece, baja la mirada y le ve el trasero, perfecto, y enmarca las manos, como si lo apretara.
Ella voltea, sin verlo. Matías vira la cabeza, el suelo, la alfombra lisa, impecable, el agua transparente y el suelo de arena. Escucha la puerta que se abre, la luz ilumina el suelo y ella desaparece. Matías observa el techo azul lámpara y los peces revoloteando; las nutrias a lo lejos, entre travesuras. Observa la mole gris que nada con la boca repleta de agua roja y se aleja como de una aparición, recorre el resto del acuario.
Imagina cómo serían los tanques de los años sesenta, cuando los usaban como entrenamiento para ir al espacio y en todo lo que ha cambiado el mundo en cuarenta años, tan lento. Matías piensa en la frase que dijo Buzz Aldrin en 2010 y sonríe.  Marco cumplió su sueño; ahora le toca a él.
El primer paso, piensa es entrenar como ellos y sabe que bucear es la parte más divertida. Quiere recordar la gravedad cero, económicamente más accesible, y caminar en un espacio extraño. Además, su padre estará tranquilo, su hijo tendrá dinero y tiempo para escribir su novela, aunque sólo tiene la idea, sin la delineada historia, ni personajes. Sólo sabe que conlleva mucha investigación y eso le emociona; es su oportunidad de esforzarse.
 Cuando llega a la puerta de emergencia se acerca al vidrio y observa a los tiburones blancos, la corteza gris, los labios tan delgados como si sonrieran, y la cola que se mueve en zetas, como una convulsión en líneas rectas que se cortan y después, nada, estáticas, conteniendo el agua, como si flotaran. Siente las palmas, repletas de rocío y se las frota, con ansiedad. Mañana va a hablar con Marco, él tiene que nadar, ya, en esa pecera, aunque sea como buzo de limpieza.
Matías camina por la ciudad, le da vueltas a la misma idea que no trasciende, cree que el acuario lo puede inspirar. Si va a escribir una novela sobre el viaje espacial, tiene que entrenarse como uno. Piensa en Flaubert, en Hemingway y en escritores que lo justifiquen, que se hayan adentrado en la vida para poder escribir de forma realista temas ficcionales. No se le ocurre. Sale del acuario, con las manos dentro de los bolsillos y los pasos lentos, como si la recordara. De todos los animales que vio en esa pecera, ella sí lo impresionó.
Sube el puente que lo lleva a la estación, atraviesa los torniquetes, camina por el pasillo del andén, el metrobús se acerca y él sigue ahí, lejano. Los pasillos repletos de gente, la televisión a todo volumen, y el calor de la una de la tarde en verano. Va hacia su casa y sabe que el viaje parecerá más largo que el de la mañana. Sólo desearía estar sentado.
Cuando el metrobús se detiene, baja entre empellones y conpermisos. Camina por el andén, el cruce del semáforo, la calle de árboles frondosos en camellón y calles devastadas y fachadas viejas y llega a casa. Un portón negro liso, una cerradura y un timbre. Abre la puerta de su casa y entra, sabe que no hay nadie. Son las 2:40 de la tarde y sabe que su padre no estará en casa. Lo dejó plantado para desayunar y se preocupa, no por un regaño sino una decepción. Lo tiene que remediar. Su padre llegará hasta las 7 pero querrá cenar, como le enseñaron de joven en el internado, hasta las 8. Tiene tiempo de sobra.
Entra al cuarto y abre la ventana. Piensa en su día y se recuesta, con el control de la televisión en la mano. Prende la televisión. Aparece un anuncio con el listado de las películas del mes, entre ellas Bajos Instintos de Paul Verhoven. Matías recuerda a Sharon Stone y acaricia el pene, como adolescente. Apaga la televisión, decidido, y abre la puerta del clóset, saca dos cajas de cartón. Abre las cajas de libros y ve que no son libros, son viejas vajillas y recetarios. Hace mucho tiempo no se siente así. Entusiasmado. Abre otra caja, sin sellar, y encuentra sus cosas empacadas. Saca la caja del clóset blanco y la lleva a la cama. Siete u ocho cuadernos, rayoneados, con diagramas y tablas de personajes. Viejas ideas que dejó en un vagón, abandonado de la memoria. Abre el primero, recuerda algunas historias y los revisa, con la misma meticulosidad que hace un mes.
Cuando suena la alarma de su celular, encima de la cama, lo ignora y sigue hojeando, sin encontrar ideas, sólo argumentos que merecen fuego, no lecturas. Son las once de la noche en España, la hora en la que platicaba con ella. Toma su celular y escribe.
Matías (15:45): Hola Montse, perdón.
Borra el texto. Observa la fotografía, los rasgos infantiles, el pelo sobre los ojos, duda que escribir, y los senos como melocotones. Revisa la conversación y se frota el pantalón de mezclilla, mientras el pene aumenta de tamaño. Regresa al comentario, lo reescribe sin enviarlo y cierra la conversación.
Tiene un mensaje pendiente, de Carla, su mejor amiga de la preparatoria.
Carla (15:23): Acuérdate que en 15 días es mi cumple. No vayas a faltar.
No quiere platicar. Abre otro cuaderno, de espiral blanco y pastas de superhéroes. Observa las hojas, la letra ilegible, siempre en azul, y las indicaciones en el centro del cuaderno, rodeado por esquemas, dibujos y citas, algunas subrayadas.
 “Libro de cuentos”. “Entre 96 y 120 páginas”, repasa Matías, no recuerda ese proyecto. En el margen hay una frase enmarcada: “donde se muestre mi mundo, tanto el interior, presente en toda obra artística, como el exterior, para ejemplificar una realidad plural”. Lee las indicaciones y sonríe, con desprecio. “Doce cuentos divididos en cuatro temáticas: niñez, adolescencia, madurez y senectud.” Esto lo escribió en 2004, piensa, aún no se iba a España. Lee los títulos: “Ante los vientos cálidos”, “Una mirada perdida”, nombres de adolescencia. Da vuelta a la hoja. “Idea para un cuento: historia de una muñeca por parte de una niña”, avanza por las hojas, más rápido. “Cuento sobre el sueño de un adolescente por ser trompetista de un mariachi, hasta que roban su instrumento, poco antes de su presentación, y tiene que recorrer la ciudad en su búsqueda.”. Hojea nombres de personajes y situaciones, copias de sus lecturas. Cierra el cuaderno y abre otro. Son las historias que se le ocurrieron en sus viajes. “contemplación, desde una ventana de los canales de Venecia y los cientos de historias que fuera del cuarto se están realizando mientras espera a la muerte.”, una historia en una playa, relee los inicios de sus historias, una pareja en una isla, un hombre en un convento. Cierra el cuaderno, abre otro, menos maltratado. Austria. Lee el título y recuerda la novela sobre un batallón en la primera guerra mundial que empezó en España y nunca continúo. “Cinco soldados del imperio austro-húngaro descansan en su tienda después de la batalla de Ypres, juegan cartas.” Recuerda sus lecturas del crack mexicano, de historias europeas y guerras lejanas. Le gusta la idea, pero nunca la sintió cercana. “más de un millón de muertos,” “el país es ocupado de 1914 a 1955 por diferentes fuerzas”, lee en frases sueltas y se enoja consigo mismo, por no haberla escrito. Se brinca esquemas de la novela, los nombres de los personajes, la división por capítulos y llega a una frase que lo sostiene: “Toda ciudad se funda en la violencia / y en el crimen de hermano contra hermano. J.E. Pacheco”, le gusta, arranca la hoja y la acomoda sobre su escritorio, cree que la puede utilizar en otra historia, una que no trate de la luna. Al final lee una lista bibliográfica. Novelas que transcurren durante la gran guerra: Hemingway, Graves, Remarque, Roth, otros. Cuadernos repletos de ideas, piensa y ve su librero, repleto de libros ajenos.
Cuando termina de hojearlo, abre la puerta del cuarto, la casa permanece en silencio, camina a la cocina y abre el refrigerador. Hay espagueti, como toda la semana. En el segundo stand hay dos bolsas de jamón, en las cajoneras hay una lechuga desinfectada y una bolsa de plástico con tomates rojos, maduros. Va a la cocina; se prepara un cereal. Sube el plato a su cuarto, con la leche tambaleando por la escalera y entre los dientes la boquilla de un envase repleto de agua, fría. Atraviesa el pasillo, el plato blanco con hojuelas de chocolate al frente y se acuesta en la cama. Abre otro cuaderno, repleto de hojas blancas. En la potada, con marcador negro, lee Hishima. Ese cuaderno es de su época en España, lo dejó las últimas vacaciones. Lee las frases como sentencias: Hishima. Isla japonesa ubicada a 15 kilómetros de Nagasaki. Una experiencia estética desoladora. Novela corta. Es una ciudad conservada en el abandono con edificios, casas, cines, oficinas, escuelas, camas, radios, televisores, ropa, muñecos, todo cubierto por el polvo. Le da un sorbo a su cereal, sin dejar de leer las notas. Pequeña isla. Uno de los principales centros mineros de Japón y el lugar con mayor densidad poblacional, en la historia, lee, subrayado. Se vació por órdenes de la empresa Mitsubishi, cuatro meses. Durante la segunda Guerra Mundial murieron 1,300 trabajadores por las escasas medidas de seguridad. Trato esclavista de los empleadores. Terrorífica visión en agosto de 1945. Bomba atómica. Nagasaki. Recuerda la novela. Escribió las primeras 150 páginas, hasta que se le ocurrió una mejor idea, como siempre. Saborea el cereal de chocolate que le recuerda su niñez y lee el argumento. Santiago, joven en crisis de identidad, viaja a Japón para cumplir una promesa pues su hermano mayor Leonardo acaba de morir de cáncer. Matías recuerda, en esa época su madre aún no tenía cáncer. Hace memoria. Un amigo se había muerto de cáncer, en la rodilla, piensa y se frota la mandíbula, con dolor temeroso y hojea páginas más adelante. Santiago carga en la mochila el diario de Leonardo con una porción de las cenizas y una guía histórica del lugar. Repasa letras, sabe que esa historia no le servirá. Locación: barco. Santiago platica con Haru quien vivió en la isla cuando era joven y la abandonó cuando el gobierno la clausura. Continúa repasando la trama. Matías saber que una vez que la idea se ha implantado, se tienen que conformar la historia y los personajes. Al llegar, Santiago se entera que la parte central de la isla está cerrada, por lo que antes de que el tour parta se esconde en un edificio y cuando la isla está evacuada recorre la isla por su cuenta, donde reconoce los edificios y espacios públicos que su hermano analizó y duerme en una casa. A la mañana siguiente, espera en el puerto pero el barco no regresa y por un cartel se entera que tendrá que esperar pues el recorrido es semanal”. Matías lee los cinco días en que Santiago recorre la isla y cada espacio nuevo evoca una segunda historia: Haru y Maoko, su novia. Interesado, por un momento olvida su deseo de viajar al espacio y revisa el argumento, completo.
Hojea el cuaderno, los espacios en blanco donde debería haber conformado la novela. Sabe que antes de escribir, debe crear todos los elementos; no cree en las novelas sin planeación. A la mitad del cuaderno de pastas duras hay una división. Personajes, reza, con pluma azul y un subrayado rojo. Hojea, los protagonistas están divididos en varios niveles, una categoría por cada página: Físicas. Cambia de hoja. Psicológicas. Emocionales. Habilidades. Miedos. Objetivos. Dimensión social. Sorprendido lee cada aspecto, no recuerda haber profundizado tanto en los personajes. Dimensión moral. Trasfondo histórico. Características definitorias. Frases célebres, en blanco. Incidente incitador y evolución: El incidente que lo motiva a la acción es la muerte de su hermano Leonardo. Y continúa, releyendo el cuaderno, como si otro lo hubiese escrito. Al final lee la estructura: “basada en la teoría de cuerdas y la idea cosmológica del multiverso. Leer: Brian Greene, El universo elegante, La realidad oscura. En la siguiente página hay más de veinte novelas japonesas y libros históricos que tenía que leer, sólo dos están subrayados. Cierra el cuaderno, hunde la cuchara en el cereal y sorbe leche oscura, las hojuelas humedecidas se pegan en el paladar. Continúa repasando el cuaderno.
De pronto, escucha que la puerta se abre, es su papá, ve el reloj. Las siete en punto, como siempre.
-          Matías, ya llegué.
Abre la puerta del cuarto y grita, como adolescente.
-          Ahorita salgo.
Cuando termina de hojearlo lo acomoda dentro de la caja con todos los cuadernos, la cierra y la acomoda junto a la cama, aún le quedan cinco cuadernos que hojear, los últimos, los más importantes. Toma el tazón vacío, seco y camina hacia la cocina. En el pasillo, observa la puerta del cuarto de sus papás, cerrada, como siempre. Desde que su madre murió, su padre se encierra una hora, bajo llave; es un hombre de costumbres
Toma las llaves y sale de la casa, son las 7:10 y aún es de día, como en su infancia. Cuando regresa, su padre aún no baja. Deja las bolsas de plástico encima de la mesa de la cocina, se lava las manos y teclea su celular, con rapidez, como si hablara con alguien y camina por la cocina. En el reproductor suena  “In the mood” de Glenn Miller.
Matías tararea en eco de trompeta y deja caer las papas en trozos sobre el espejo de aceite que hierve en el sartén negro. Les rocía un poco de sal con ajo y las observa bullir, con el sonido de las burbujas de aceite explotando, todas, casi, al unísono, sin estropear la pieza de Glenn Miller ni su baile anacrónico con el que atraviesa la cocina.
Lava los tomates y los parte en una tabla de madera y los vacía encima de la lechuga, la rocía con aceite de oliva y salsa de soya, nueces picadas, un poco de queso blanco, hierbas y lo mezcla con soltura. Se acerca a la estufa, donde las papas se tambalean, con una pala extrae las de color amarillo penetrante y las acomoda encima de una servilleta, para que se deshagan de toda la grasa. Ve el reloj, son las siete cincuenta y cinco, su padre debe estar bajando las escaleras o lavándose las manos. Recuesta las papas en un platón blanco en la mesa, junto a la ensalada, el platillo principal que humea y el postre.
-          Que rico huele –dice Julio, a tiempo.
Matías acomoda dos vasos de agua anaranjada y un tequila para su padre, revisa que todo esté en orden y se sientan en los mismos lugares que compartieron durante veinte años. Cuando van a comer:
-          Dame la mano.
Matías voltea a verlo, con la palma extendida y suelta la carcajada, ante la posibilidad de que recen antes y se sirve un poco de ensalada.
-          ¿Te sirvo? –pregunta, antes de que su padre haga el ridículo.
-          Pensé que a tu madre le gustaría –se justifica el padre.
-          Nunca lo has hecho y aún no estás tan viejo como para empezar a rezar.
-          Pásame las papas – reniega su papá y se cruza por toda la mesa, sin esperar.
Matías se sirve el platillo principal y lo aprueba, lo aprendió hacer en España cuando trabajaba en cocina, rápido de hacer y de sabores permanentes.
-          Siempre te gustó cocinar –le dice Julio- De niño te metías a la cocina, con tu madre y tu abuela, mientras tus tíos y yo hablábamos en la sala.
Julio toma tres o cuatro papas, pequeñas para probar, y un poco del platillo que humea aromas.
-          Hablaban de política, eso a cualquier niño le aburriría.
-          Sí, pero a ti te gustaba ayudar en la cocina -recuerda Julio- Por eso, cuando trabajaste de pinche en España, no me sorprendió.
-          Cocinero.
-          Tu madre me dijo que eras pinche y mesero.
Matías no discute, tiene razón; nunca tuvo papeles para volverse chef. El padre prueba la comida, la saborea con una sonora repercusión de emes y comen en silencio. Matías disfruta la cena y piensa en su novela.
-          ¿Y qué hiciste hoy? –lo interrumpe Julio, su padre.
Matías piensa en la mujer que vio en el acuario, calcula que tiene 25 a 27 años, tal vez más, recuerda el pelo sobre los hombros, oscuro, la mirada cálida, repleta de agua y la imagen como seda.
-          Espero que esto no sea –cuestiona, de repente- para pedirme dinero –el papá, siempre el mismo.
-          No –aclara Matías y espera hasta que el bocado se disuelva- sólo que fue un buen día, es todo. Y creo que tienes razón, si estoy aquí es para ayudar.
Julio lo voltea a ver, extrañado, y espera una mala noticia.
-          ¿Todo bien?
-          Sí. Decidí quedarme, otro tiempo.
-          Oso –hace años no le decía así, desde que le dio sus últimos consejos antes de irse a Europa-  ésta siempre será tu casa, pero – el padre respira entre frases- debes hacer tu vida, regresar a Barcelona.
Matías lo ve y decide contarle que en España ya no tiene nada, que no sólo se quedará para estar con él, que tiene grandes planes, pero calla, sonará a promesa y ha quebrantado demasiadas. Julio le da un bocado al platillo principal, lo saborea.
-          Me di cuenta que aquí quiero estar, ¿si no tienes inconveniente?–responde y le da una mordida a la papa, que humea dentro de su boca.
-          Encantado –le dice Julio mientras olfatea su plato- Te quedó muy rico todo.
-          Gracias –le dice, como si no importara- Por cierto, ya tengo trabajo.
-          Muy bien. ¿En dónde?
Julio empieza a recitar los pocos periódicos y revistas que recuerda, a todos Matías le dice que no.
-          En el acuario –dice Matías y Julio deja de comer.
 Lo voltea a ver sorprendido.
-          ¿El acuario?, ¿dónde trabajaste antes de irte a España?
-          Sí.
-          Ay, Matías –dice el padre en un suspiro. Matías prueba un gran bocado, que le impide hablar, y escucha- Cuando te dije que buscaras empleo, me refería a un buen trabajo. Tienes un posgrado, seguramente en algún periódico o revista, necesitarán un escritor.
-          No quiero trabajar en eso, ya estoy harto de corregir a escritores que tienen menos talento o hacer textos sobre temas sin futuro.
El padre no lo entiende.
-          Pero ¿qué haces en el buceo?
-          Remodelaron el lugar.
-          Por favor Matías, sabes a lo que me refiero. No creo que quieras acabar como, ¿cómo se llamaba el compañero que vino al cumpleaños de tu primo y se peleó?
-          Marco.
-          Exacto.
-          Hoy lo vi.
-          Era lógico que seguiría. No creo que Marco, ni ninguno de ellos haya terminado ni la preparatoria, menos estudiado en Europa. Tienes casi treinta años, Matías. Tienes que hacer tu vida.
-          Estoy bien, Pá.
-          Matías, siempre has querido grandes cosas. ¿Y qué tienes?
-          - Hoy no Pa –le dice Matías, tajante- ha sido un buen día.
-          - De seguro fue un buen día. Además de ir a bucear, qué hiciste, ver la televisión todo el día, preparar la cena y hablar con Monserrat, tu novia española.
-          No, rompí con Montse.
El papá lo voltea a ver, preocupado.
-          ¿Cuándo?
-          La semana pasada.
-          ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Cómo estás?
-          Hoy mejor –le dice Matías-, en general, no muy bien.
Julio lo toma del antebrazo y le acomoda el tequila de su lado. Matías duda, lo ve y le da un sorbo largo, sin pensar en próceres de la patria.
-          Pero me siento bien –le dice Matías, sin mentir.
-          Me alegra.
Julio se sirve una ración extra y saborea la comida.
-          Acá siempre tendrás un cuarto y –dice, con la boca llena- si te quedas, tú serás el cocinero, que ya me harté de comer espaguetis.
Matías suelta la carcajada, en eco de Julio, y sabe que todo va a estar bien, ahora sí. Le da un largo trago al agua de naranja y muerde una papa, complacido. No piensa en Montserrat ni en la muchacha del acuario, sólo en su novela, y se da cuenta que está dispuesto a sacrificarlo todo por escribirla; está listo.