NOSTALGIA DE VUELO
III
Hace
cuatro meses murió su madre y aún no siente todo.
Matías
se sumerge en la alberca. De un brinco sigiloso penetra el espejo y siente cómo
el agua lo inunda, lo traspasa. Sin respirar comienza a nadar, con furia, una
brazada tras otra, como si cada movimiento lo alejara un poco más de todo. Una
brazada izquierda, una brazada derecha, una brazada izquierda, piensa en su
padre que lo espera en el restaurante, una brazada derecha, con la misma
vestimenta que ayer, respira, una brazada izquierda, piensa en su madre, el
brazo hace una parábola, muerta, hacia el cielo, trata de revivirla, el
antebrazo se estira, cada vez recuerda menos el tono de su voz, con la palma
unida, más los gestos mudos, los dedos se clavan como albatros y arrastran agua
y piensa en la idea que tuvo hace una semana; gira la cabeza hacia la
superficie, le gusta, da una larga bocanada, puede ser su gran novela, hunde la
mirada en la alberca, la novela que nunca ha escrito, y observa los azulejos
mientras patalea con fuerza a través de la piscina de base azul y líneas de
boyas blancas que demarcan carriles. Matías toca el filo del agua y da la media
vuelta, nada en sentido inverso sin dejar de pensar derrotas. Cuando termina la
tercera vuelta, nada con fuerza hasta que se cansa y siente poco, como si nada
hubiera cambiado ese año hasta que deja de nadar. Toma aire y flota con
tranquilidad, como si viajara en el espacio, en paz, dejando que la gravedad lo
lleve hasta el fondo. Se hunde lento, siente su cuerpo ligero y observa los
dedos que se refractan en el agua y exhala. Mientras las burbujas ascienden, el
cae.
Al
llegar al fondo, mantiene los ojos abiertos, las venas rojas se llenan de suelo
azul cloro y de diminutos azulejos que se entrelazan bajos sus piernas, en flor
de loto mientras los brazos se agitan entre sí y las manos lo sostienen al
fondo, como si fuera un niño. Contempla la alberca vacía y siente cómo el
estómago se contrae, los pulmones se disipan, lo obligan a emerger; Matías sólo
desea quedarse al fondo de la piscina y recuerda los años en los que empezó a
bucear.
Se
inscribió al curso cuando leyó que los astronautas entrenaban en albercas, con
tanques de oxígeno y visores negros, y quiso seguir sus pasos, aún tenía la
esperanza; cuando entró era aún adolescente. Para el segundo día olvidó la
sensación de ingravidez que sólo experimentaban los buzos, los paracaidistas y
los astronautas y su mente se ocupó de algo trascendental: sus compañeras en
trajes de baño repletas de adrenalina y hormonas. Ese verano se enamoró tres
veces, y aunque no recuerda el nombre de ellas sí su cuerpo rodeados por
spandex y trajes de neopreno.
Toma
impulso y sube lento, entreabriendo la boca para escupir burbujas que ascienden
más rápido que las piernas, hasta que siente cómo se vacían los pulmones y
asciende veloz hacia el cielo de la alberca. De una soplo respira el aire
húmedo de la superficie y se limpia las gotas sobre los ojos, antes de voltear
a su alrededor. En una esquina está el asiento del salvavidas, vacío, como toda
la piscina. Súbitamente, todo se le aclara, tan evidente que no entiende cómo
no se dio cuenta antes.
Sale
rápido de la alberca, se seca con una toalla y las gotas del pelo se derriten
hasta el suelo. Se viste junto a la alberca y abandona el club de natación al
que perteneció de joven, con la ropa encima del traje de baño. El pantalón se
humedece mientras llega a la esquina y toma un taxi.
-
¿A dónde vamos? –pregunta el chofer,
ante un Matías en silencio.
-
Todo derecho- responde, sin dejar de ver
por la ventana.
El
taxi arranca, él observa la ciudad de día, las nuevas líneas de transporte y
los edificios cada vez más altos mientras da indicaciones viales en una ciudad
que le es extraña. Aunque vivió ahí más de veinte años y odia su entorno, sabe que aún no es tiempo de
regresar a España. Abre la ventana y una bocanada de aire se incrusta en el
rostro, como si atravesara una pared de agua. Detrás, al fondo, a lo lejos,
huele el aire húmedo que presagia lluvia en un cielo sin nubes y piensa en
ella, sólo en ella, para impedir que se vaya.
Matías
escucha el ruido del aire que lo invade y succiona el oxígeno puro. Siente la
ráfaga que atraviesa la tráquea, reposa por segundos en los pulmones, los tensa
y obliga a exhalar por la boca. Con los ojos cerrados vuelve a inhalar. Los
labios se amoldan al respirador y escucha el lento subir y bajar del oxígeno
por su boca. Hace cuatro meses su madre murió y sólo siente cómo el aire lo
invade y lo abandona.
Deja la boquilla sobre la mesa,
cierra la válvula del tanque y espera, sentado, a que la puerta por fin se
abra. Lleva doce minutos encerrado y es la tercera vez que consulta el reloj de
su celular, las 10:23. Abre por segunda ocasión el portal de noticias. Los
mismos encabezados: Matan a tres en Aguascalientes; Cuernavaca es territorio de
sangre; Alemania vence a Italia en futbol; crisis en Crimea, cita una leyenda
que se desplaza por la pantalla, con un link a un video. Un hombre habla a la
cámara, impecable con su traje gris de dos piezas y corbata roja; gesticula en
silencio junto a una imagen de Barack Obama, el presidente estadounidense,
estrechando la mano de Vladimir Putin, el ministro ruso. Es una imagen de
archivo, en ese momento, Matías sabe que son enemigos, que se están declarando
la guerra, aunque ninguno quiere combatir. Lee las noticias culturales, y
cuando termina, coteja los diplomas que cuelgan en la pared, aburrido. Piensa
en la idea que se le ocurrió, revelación que buscar ser narrada, y sigue
delineando la trama.
Matías –escucha su nombre y voltea.
Es
Marco, la misma cara porosa, los ojos pequeños y la sonrisa amplia. Camina
hacia él, le da un abrazo y siente el golpe fuerte sobre la espalda.
-
¿Cómo has estado, cabrón? –dice Marco,
mientras se separan y lo recorre con la mirada- Me dijeron que estabas de
regreso y tenía que ver que era cierto.
Matías
lo ve, en traje de baño, el reloj corpulento, con sandalias y camiseta roja con
el símbolo del acuario, sólo no encuentra los lentes oscuros sobre la cabeza.
-
No puedo creer que estés aquí. ¿Hace
cuánto no nos vemos?, wey
Un
poco más moreno, un poco menos pelo, todo lo demás, igual.
-
Ocho años –aclara.
-
Mierda, ocho años –dice Marco mientras
se reclina en la silla y acomoda los brazos sobre el escritorio- ¿Hace cinco te
fuiste, no?
-
Sí.
-
Puta, que rápido pasa el tiempo.
En
el funeral todos le dijeron lo mismo.
-
¿Qué te trae por acá?, wey
-
¿A México?
-
A México, aquí… qué cuentas, wey.
Matías
había olvidado el tono artificial de Marco, que tantos problemas le habían
ocasionado, pero que a él le era indiferente.
-
No mucho.
-
¿No mucho? –lo interrumpe Marco- lo
último que me enteré es que andabas en Europa, viviendo como playboy.
Matías
recuerda el frío al salir de trabajar en la madrugada, con las propinas del día
y las manos dentro de la chamarra, frotándolas, mientras espera el autobús que
lo lleve a su apartamento, cuarenta minutos fuera de la ciudad, sin aire
acondicionado, con una cama individual y un librero repleto.
-
Algo así.
-
¿En Barcelona?
-
Sí.
-
Pinche Matías, quién como tú –palmea
Marco, sin dejar de verlo-. Y seguro, anduviste por todos lados.
No
recuerda los viajes en tren ni ciudades pequeñas, sólo París, siempre París y,
si se concentra, encuentra ese hotel en Pisa y una tarde atemorizante en Atenas.
-
Europa no vale si no vas a esos lugares
¿o no, wey? –afirma Marco, restregándose las manos- tengo un chingo de ganas de
hacer eso. ¿Y qué tal es, diferente?
Matías
se queda callado, piensa en las calles estrechas, los museos, los edificios
monumentales y en la perfección. Marco arquea las cejas, se impacienta.
-
No seas cabrón. Sé que fuiste. Ya cuenta.
Ve
a Marco a los ojos, piensa en trenes, en mujeres, en clubes nocturnos, en
Europa, pero no tiene idea de lo qué quiere saber y sólo responde.
-
Increíble.
-
A huevo, tengo un chingo de ganas de ir,
sólo por eso.
Matías
no adivina.
-
Tienes que ir, vale la pena.
-
Si cabrón, he visto fotografías y
videos.
Trata
de imaginar cómo sería la carpeta con el título “mi viaje a Europa” en su álbum
de fotos.
-
Ninguna foto se le acerca.
Deben
ser mujeres o antros, piensa, Marco siempre se jactó de su ignorancia. Tal vez
coches.
-
Ya sé, cabrón. Es que ir a la islas
Orcadas o Malta o, ¡Azores!, we
Ah,
playas, delimita, el siguiente punto es mujeres en bikinis, no, toples.
-
O estar a 30 metros de profundidad y ver
los barcos de Scapa Flow o las mantas en Isla de Hierro, debe valer todo el
viaje.
Marco
le da un golpe y Matías sonríe, sigue siendo el mismo que hace diez años.
Matías piensa en los lugares que nombra, nunca fue, pero repite el último, el
que conoce de fotografías.
-
Isla de Hierro, en Canarias, lo mejor.
Unos arrecifes y cuevas volcánicas…
-
No mames, cabrón –lo interrumpe,
emocionado- Isla de hierro debe ser una chingonería. Que chingón que fuiste,
pinche Matías. Es uno de los cinco lugares en los que quiero bucear.
-
¿Y los otros?
-
Los mismos que siempre, cabrón.
Matías
ni siquiera lo intenta, sabe que esa etapa de su vida se esfumó hace muchos
años.
-
No mames, ¿no te acuerdas? Íbamos a ir
juntos.
-
Ah –dice, mientras se arremolinan
nombres en su cabeza, sin sensaciones- Blue Hole en Belice.
-
Exacto, puto, la isla de Gorgona en Colombia.
-
Para nadar con los tiburones.
-
Sabía que te acordarías -Matías lo ve,
la piel un poco más morena, más viejo, con más adrenalina- Port Sudán.
-
El mar Rojo –dice Matías y comienza a
sentir la adrenalina de planear viajes inexistentes, como veinteañero- donde
están los—
-
Toyota –le interrumpe Marco, con emoción
de niño- debe ser poca madre ver el chingo de coches abandonados –suspira- pero
nada como Scapa Flow y Isla de Hierro
-nombra los últimos, como un mandato- Qué chingón, pinche Matías.
Matías
ríe y nostálgico argumenta, como si la edad lo rebasara.
-
Qué tiempos… Y tú ¿qué has hecho?
Marco
le cuenta sus últimos diez años, sin omitir mayores acontecimientos hasta un
estruendoso.
-
Aquí me ves –Marco señala la placa,
dorada, supervisor.
Matías
observa la oficina oscura, repleta de carteles y hojas sobre el escritorio.
-
Vi que ahora eres El supervisor –lo remarca, le susurra al ego.
-
Sí, caon –Marco se hecha hacia atrás,
con orgullo- hace tres años me promovieron. Aunque es un megachinga, no te
creas. Estar todo el día coordinando todo el desmadre, que todos hagan bien su
trabajo, que cuiden el equipo, supervisar a la gente… pero chingón.
-
Lo mereces, ya llevas aquí ¿qué, once
años?
-
Sí –se interrumpe, como en diálogo torpe-.
Qué pinche gusto, Matías. No mames, que bien la pasamos, ¿te acuerdas?
Se
acuerda, por eso está ahí.
-
El viaje a Ríohacha –recuerda Matías.
-
Tu primer buceo – dice Marco,
conteniendo la sonrisa, como si llevara mucho tratando de contar un chiste.
Matías sabe que es una de sus anécdotas
favoritas, nunca ha tendido porqué y no lo deja continuar.
-
O
la vez de las cuevas –evoca Matías y Marco lo detiene con una carcajada
incómoda.
-
Pinche Matías, no cambias. Y ¿ya estás
casado, con hijos?
-
No.
-
Yo tampoco. Apenas tenemos treinta años,
cabrón. ¿Sabes quién ya se casó y hasta es papá? Julián.
No
recuerda a ningún Julián, pero sólo asiente.
-
Sí, ya todos se están casando.
-
Qué hueva cabrón. Mejor así, uno libre
–se señala el pecho, como si no hubiera evolucionado a humano- Y la vida que te
debes haber dado cabrón. Por lo que vi en un programa, en Barcelona hay
alemanas, polacas, checas, ¡checas wey!, me han dicho que están buenísimas.
Matías
sólo sonríe. Nunca conoció una checa ni fue a Praga, sólo conoció a sudacas
como él y recuerda a una venezolana en la que no pensaba hace mucho tiempo.
-
Sí. Hay muy buenas viejas –responde, sin
darse cuenta que mimetiza el tono.
-
Que envidia, yo también he agarrado
buenas morras, aunque acá no son lo mismo–dice Marco, en avalancha- pero, ¿cuándo
llegaste?
-
En agosto.
-
Ah, no mames, entonces ya estás de
regreso cabrón, tenemos que ir por unas chelas. ¿Y por qué te regresaste? –Marco
recuerda, se queda en silencio, y le sujeta el antebrazo - Lo siento mano, no
pude ir al funeral. Lo leí en Facebook, pero sabes que no soy bueno para esas
cosas.
Matías
lo ve sorprendido.
-
No te preocupes.
-
¿Y cómo estás?
-
Bien.
-
Ya, la neta, soy yo we, ¿cómo estás?
Sabe
que si le dice la verdad, que está bien, que no extraña a su madre, que está
emocionado por planes futuros, que no pasa nada, no le creerá.
-
Mejor que el viejo, ese sí está jodido.
Marco
hace el gesto incómodo de la empatía, sus padres aún viven, sus abuelos
también. No sabe lo que es la muerte, pero piensa que debe ser lo más difícil
de la vida; insuperable.
-
Me imagino. Debe estar cabrón, pobre de
tu jefe. ¿Qué fueron, treinta y cinco años juntos?
-
Cuarenta y dos.
-
Madres.
-
Sí –dice, mientras se acomoda en la
banca.
-
Supongo que te estás quedando con él.
Marco
pregunta como interrogatorio. Matías, ya quiere llegar a la reunión a la que
fue; si en diez años no han hablado es por algo.
-
Sí –escueto, no quiere dar explicaciones
– ¿Y tus papás cómo han estado?
-
Bien, igual, ya sabes.
Marco
se sienta enfrente, lo observa, pálido, con los brazos más delgados, cansado.
-
No mames wey, estás igualito. Tenemos
que ir por unas chelas, urgentes. ¿Y vas a quedarte de fijo?
-
Es lo que estoy viendo -contesta
Matías-, en España está muy complicada la situación.
-
Sí, vi que están peor que Guatemala.
Matías
duda que Marco sepa cómo es la realidad guatemalteca y asiente.
-
Así que si encuentro un buen trabajo
aquí, me quedó por un tiempo. Ya extrañaba México –miente.
-
¿Y qué tipo de trabajo buscas?
-
Ya sabes, sigo siendo el mismo –miente-
uno que sea divertido y no tenga que usar zapatos. No importa tanto cuánto
paguen -dice, seguro de que mordió el anzuelo
-
¿Y por qué no trabajas en un periódico?
-
No mames –le dice, como si hablaran el
mismo idioma- ya me cansé.
-
Te entiendo –asegura, sin conocimiento
-está cabrón ser Godínez. ¿Y no te gustaría trabajar en un lugar como éste?
Matías
ve la oficina, como si no la hubiera analizado.
-
Sé que no es mucho para ti.
Divaga
entre fotografías de peces y corales. No quiere decirle que por eso está ahí,
que necesita bucear para encontrar una historia; sin importa la paga miserable
o la ausencia de futuro.
-
¿Aún te acuerdas cómo bucear?
Matías
asiente.
-
Es como andar en bicicleta, eso no se
olvida- dice, en lugar común y sonríe.
-
Eras bueno. La neta nunca entendí porque
lo dejaste.
-
Ya sabes, la vida te lleva por otros
caminos –Matías alecciona a Marco, con frases que sabe que lo cimbrarán, como
si fueran tarjetas postales.
-
Éramos un gran equipo –dice Marco,
nostálgico.
-
Sí –replica, seguro de que tiene que
amarrarle la idea- un gran equipo, siempre.
Marco
lo ve, estira los brazos hacia la mesa, como si la rodeara y viéndolo a los
ojos, pregunta, como le enseñaron.
-
¿Te gustaría ser coordinador de buzos?
Matías
lo ve, como si no lo esperara.
-
¿Aquí, aquí?
-
Pues sí wey, ni modo que en Canarias, no
mames.
Matías
sabe que necesita sentir para escribir una novela de una vez por todas.
-
No lo había pensado, pero me encantaría.
-
Tengo que hablarlo con el jefe, pero
–Marco guarda silencio, crea suspenso- a la mierda… ¿le entras?
Asiente.
Marco palmea el escritorio.
-
Pinche Matías, que chingón será trabajar
contigo. Otra vez juntos, cabrón.
Matías
actúa emociones para no defraudarlo.
-
Serás coordinador de buzos, mi mano
derecha, ¿cómo ves?, cabrón… pinche Matías.
Matías recuerda los escalafones. Equipo
técnico, asistentes, buzos de limpieza, instructores, biólogos y veterinarios,
el coordinador de buzos, el supervisor, el ingeniero y el patrón. Así se los
enseñaron. Estrecha la mano de su próximo jefe y sabe que su sueldo no va a ser
tan raquítico como esperaba.
-
Tenemos que hablar del sueldo –dice,
como en cualquier entrevista de trabajo- y de los horarios.
-
El sueldo es bueno y el horario es de
oficina. Tienes todas las prestaciones de la ley y una oficina para ti. Además--
-
¿Tiempo de oficina? –lo interrumpe.
-
Sí, de 9 a 6. A veces hasta las ocho.
Pero pagan bien.
No
está ahí por el sueldo y, de seguro, la noción de un buen sueldo para Marco es
exagerada, piensa.
-
No sabía que abrían hasta tarde.
-
No, el mismo horario que siempre, pero es
un cargo ejecutivo. Aunque el museo esté cerrado –Matías sonríe, piensa que si
Marco conociera los museos sabría que esto no es ni un criadero de zoológico-
tendrás que estar aquí, tomando decisiones y llenando papeles.
-
O sea, ¿en las mañanas buceo y después
en oficina?
-
Sí, bueno, tú no buceas mucho, pero eres
el coordinador, decides la rotación y supervisas que todos hagan su trabajo.
Sería el responsable ante mí, directo.
-
O sea, ¿sería el responsable del acuario?
Marco
odia el “o sea” de Matías, siempre creyó que su mayor defecto era ser así,
“fresa”.
-
Luego te cuento con calma pero, a
grandes rasgos, serías el encargado de la logística del acuario, supervisarías la
limpieza, a los grupos escolares, que los shows se den en sus horas –recuerda
los espectáculos, de circo no de acuario- y que no haya problemas con los
visitantes.
-
Es mucha chamba –dice, inseguro de
buscar un puesto administrativo.
-
No te preocupes, hay otra coordinadora
-ríe Marco, con picardía de ignorante- y creo que te va a gustar como compañera.
Matías
duda.
-
Me late, gracias.
-
Tú y yo, un equipo –le dice Marco y
Matías se sorprende al ver que su amigo y jefe, realmente se emociona por
trabajar en un acuario de pueblo. Él sólo quiere sentirse vivo, otra vez.
-
Y ¿cuándo empiezo?
-
¿Cuándo puedes?
-
Ya.
Marco
se emociona, revisa su agenda, en blanco.
-
Nos vemos mañana, aquí, a las 9 –revisa
su reloj- yo llegaré a las diez, pero aquí nos vemos. ¿Tienes equipo?
Medita
si aún servirán sus aletas, si el visor no se empañará. De pronto, como
siempre, suena un teléfono.
-
Marco Aguilera, al habla.
Matías
escucha un par de frases, demasiado serias; el tono, como villano
caricaturizado..
-
Me permites, tengo que tomar esta
llamada. Nos vemos mañana. - Le ofrece la mano a Matías y le indica con la
vista, la puerta- ahorita le digo al poli de tu salida.
Abandona
la oficina en silencio. Cuando cierra la puerta, decide recordar el lugar.
Camina hacia la puerta, clausurada para visitantes y entra al acuario de épocas
antiguas. Atraviesa los vestidores y ve algunos cambios, mínimos. Nuevos
armarios, las mismas bancas y las regaderas tan despostilladas como hace una
década. Camina sobre la alfombra gris, sólo se escuchan sus pisadas y el ruido
de las máquinas. Matías sabe que es el día libre, no espera encontrar gente.
Atraviesa
las calderas, sin dejar de pensar en la idea que se le ocurrió hace siete días,
casi ocho. Es un sueño que creía olvidado, que siempre deseó; y ya. Su padre se
lo dijo, todos creían que era una broma, un deseo de infancia. Y lo fue. Nunca
llegó a nada. Matías recuerda a una compañera de la preparatoria, ella también quería
ser astronauta. Lo último que supo fue que trabajó en la NASA y terminó en
Holanda, trabajando para el instituto aeroespacial en Amsterdam, con la
esperanza de ir al espacio. Cuando supo la historia, se decepcionó, él no se
había esforzado lo suficiente. No escucha ningún ruido y sigue caminando, en
solitario, sin dejar de pensar en los astronautas, en esos hombres que se
atrevieron, a todo y abre la puerta que lleva a los viejos estanques donde los
peces imaginan que viven en el océano más pequeño que se conozca, no en una
pecera gigante.
La
puerta no suena y cuando entra, se queda estático, con la barra de metal en la
espalda. A su derecha hay un letrero que prohíbe el paso y camina, lento, con
los ojos muy abiertos y el rostro azulado. Piensa en Yuri Gagarin, cuando le
mostraron el cohete espacial.
-
Pinche Marco- dice, mientras ve el nuevo
acuario.
Cuando
se fue, las peceras eran de acrílico y cemento, pequeñas tinas azules que
albergaban tortugas, mantarrayas y un estanque de nutrias. Ahora, los tanques repletos
se deslizan con formas que semejan agua.
Camina
por el pasillo, la oscuridad a su alrededor, tenue, visible para no caerse pero
genera la sensación de estar solo, aun hubiera más gente, y las peceras de azul
neón que se desbordan. Se acerca al vidrio y observa a los peces, conviviendo
en cardúmenes diminutos. Un pez pargo nada, aletea con ventosidad y pasa frente
a él, con el ojo negro hacia él, como si lo viera un ciego.
Camina
con los ojos amplios, observa cada tanque, como si fuera por primera vez, de la
mano materna y, con un dedo, señala las tortugas, los peces carpa que se
repliegan como nubes y piensa que para eso llegó esta mañana. El lugar es mucho
mejor de lo que esperaba y ya tiene un trabajo. Observa los cangrejos en el
fondo de las peceras. Convierte el posible sueldo en euros y se da cuenta de
que la paga es pésima, pero por el momento no paga renta y tiene que aprovechar
el tiempo libre para escribir. Sabe que ese lugar lo inspirará. Sigue con paso
lento, al pargo que ondea por la pecera circular, con la mano sobre el
barandal, frío. Piensa, que tiene razón Marco, no es un acuario, es el museo
marítimo que le contó una vez, borracho.
Detrás
del pargo hay un pez más grande, no recuerda su nombre, que zigzaguea, en busca
de presa, de un lado a otro, entre los helechos de las esquinas y deja rastros
de la arena cuando asciende. El pez se acerca al pargo, sin calma, y Matías da
un brinco.
Matías escucha su corazón en aspavientos y una
risa que inunda la sala. El pez se contrae entre las mandíbulas del tiburón y
se aleja de la vitrina, perplejo. La risa se contiene a su espalda. Espera. Cuando
voltea, la ve caminar, casi a lo lejos, con un lento movimiento, como si
flotara sobre la alfombra, con blusa jade y pantalón blanco, liso. Ella camina
sin detenerse, frente a las paredes de vidrio, y sólo voltea cuando está frente
a las nutrias. La nariz recta, los ojos grandes que brillan y el pelo liso que
se agita sutil, siguiendo el compás de cada paso. Sabe que no están permitidas
las visitas y duda que ella trabaje en un acuario. Ve como sonríe con las
nutrias, las señala, como si acompañara su jugueteo hasta que se pierde en la
oscuridad. Cuando siente que desaparece, baja la mirada y le ve el trasero,
perfecto, y enmarca las manos, como si lo apretara.
Ella
voltea, sin verlo. Matías vira la cabeza, el suelo, la alfombra lisa,
impecable, el agua transparente y el suelo de arena. Escucha la puerta que se
abre, la luz ilumina el suelo y ella desaparece. Matías observa el techo azul
lámpara y los peces revoloteando; las nutrias a lo lejos, entre travesuras. Observa
la mole gris que nada con la boca repleta de agua roja y se aleja como de una
aparición, recorre el resto del acuario.
Imagina
cómo serían los tanques de los años sesenta, cuando los usaban como
entrenamiento para ir al espacio y en todo lo que ha cambiado el mundo en
cuarenta años, tan lento. Matías piensa en la frase que dijo Buzz Aldrin en
2010 y sonríe. Marco cumplió su sueño;
ahora le toca a él.
El
primer paso, piensa es entrenar como ellos y sabe que bucear es la parte más
divertida. Quiere recordar la gravedad cero, económicamente más accesible, y caminar en un
espacio extraño. Además, su padre estará tranquilo, su hijo tendrá
dinero y tiempo para escribir su novela, aunque sólo tiene la idea, sin la
delineada historia, ni personajes. Sólo sabe que conlleva mucha investigación y
eso le emociona; es su oportunidad de esforzarse.
Cuando llega a la puerta de emergencia se
acerca al vidrio y observa a los tiburones blancos, la corteza gris, los labios
tan delgados como si sonrieran, y la cola que se mueve en zetas, como una
convulsión en líneas rectas que se cortan y después, nada, estáticas,
conteniendo el agua, como si flotaran. Siente las palmas, repletas de rocío y
se las frota, con ansiedad. Mañana va a hablar con Marco, él tiene que nadar,
ya, en esa pecera, aunque sea como buzo de limpieza.
Matías
camina por la ciudad, le da vueltas a la misma idea que no trasciende, cree que
el acuario lo puede inspirar. Si va a escribir una novela sobre el viaje
espacial, tiene que entrenarse como uno. Piensa en Flaubert, en Hemingway y en
escritores que lo justifiquen, que se hayan adentrado en la vida para poder
escribir de forma realista temas ficcionales. No
se le ocurre. Sale del acuario, con las manos dentro de los bolsillos y los
pasos lentos, como si la recordara. De todos los animales que vio en esa
pecera, ella sí lo impresionó.
Sube
el puente que lo lleva a la estación, atraviesa los torniquetes, camina por el
pasillo del andén, el metrobús se acerca y él sigue ahí, lejano. Los pasillos
repletos de gente, la televisión a todo volumen, y el calor de la una de la
tarde en verano. Va hacia su casa y sabe que el viaje parecerá más largo que el
de la mañana. Sólo desearía estar sentado.
Cuando
el metrobús se detiene, baja entre empellones y conpermisos. Camina por el
andén, el cruce del semáforo, la calle de árboles frondosos en camellón y
calles devastadas y fachadas viejas y llega a casa. Un portón negro liso, una
cerradura y un timbre. Abre la puerta de su casa y entra, sabe que no hay
nadie. Son las 2:40 de la tarde y sabe que su padre no estará en casa. Lo dejó
plantado para desayunar y se preocupa, no por un regaño sino una decepción. Lo
tiene que remediar. Su padre llegará hasta las 7 pero querrá cenar, como le
enseñaron de joven en el internado, hasta las 8. Tiene tiempo de sobra.
Entra
al cuarto y abre la ventana. Piensa en su día y se recuesta, con el control de
la televisión en la mano. Prende la televisión. Aparece un anuncio con el
listado de las películas del mes, entre ellas Bajos Instintos de Paul Verhoven. Matías recuerda a Sharon Stone y
acaricia el pene, como adolescente. Apaga la televisión, decidido, y abre la
puerta del clóset, saca dos cajas de cartón. Abre las cajas de libros y ve que
no son libros, son viejas vajillas y recetarios. Hace mucho tiempo no se siente
así. Entusiasmado. Abre otra caja, sin sellar, y encuentra sus cosas empacadas.
Saca la caja del clóset blanco y la lleva a la cama. Siete u ocho cuadernos,
rayoneados, con diagramas y tablas de personajes. Viejas ideas que dejó en un
vagón, abandonado de la memoria. Abre el primero, recuerda algunas historias y
los revisa, con la misma meticulosidad que hace un mes.
Cuando
suena la alarma de su celular, encima de la cama, lo ignora y sigue hojeando,
sin encontrar ideas, sólo argumentos que merecen fuego, no lecturas. Son las
once de la noche en España, la hora en la que platicaba con ella. Toma su
celular y escribe.
Matías
(15:45): Hola Montse, perdón.
Borra
el texto. Observa la fotografía, los rasgos infantiles, el pelo sobre los ojos,
duda que escribir, y los senos como melocotones. Revisa la conversación y se
frota el pantalón de mezclilla, mientras el pene aumenta de tamaño. Regresa al
comentario, lo reescribe sin enviarlo y cierra la conversación.
Tiene
un mensaje pendiente, de Carla, su mejor amiga de la preparatoria.
Carla
(15:23): Acuérdate que en 15 días es mi cumple. No vayas a faltar.
No
quiere platicar. Abre otro cuaderno, de espiral blanco y pastas de superhéroes.
Observa las hojas, la letra ilegible, siempre en azul, y las indicaciones
en el centro del cuaderno, rodeado por esquemas, dibujos y citas, algunas
subrayadas.
“Libro de cuentos”. “Entre 96 y 120
páginas”, repasa Matías, no recuerda ese proyecto. En el margen hay una frase
enmarcada: “donde se muestre mi mundo, tanto el interior, presente en toda obra
artística, como el exterior, para ejemplificar una realidad plural”. Lee las
indicaciones y sonríe, con desprecio. “Doce cuentos divididos en cuatro
temáticas: niñez, adolescencia, madurez y senectud.” Esto lo escribió en 2004,
piensa, aún no se iba a España. Lee los títulos: “Ante los vientos cálidos”, “Una mirada perdida”, nombres de adolescencia.
Da vuelta a la hoja. “Idea para un cuento: historia de una muñeca por
parte de una niña”, avanza por las hojas, más rápido. “Cuento sobre el sueño de
un adolescente por ser trompetista de un mariachi, hasta que roban su
instrumento, poco antes de su presentación, y tiene que recorrer la ciudad en
su búsqueda.”. Hojea nombres de personajes y situaciones, copias de sus
lecturas. Cierra el cuaderno y abre otro. Son las historias que se le
ocurrieron en sus viajes. “contemplación, desde una ventana de los canales de
Venecia y los cientos de historias que fuera del cuarto se están realizando
mientras espera a la muerte.”, una historia en una playa, relee los inicios de
sus historias, una pareja en una isla, un hombre en un convento. Cierra el
cuaderno, abre otro, menos maltratado. Austria. Lee el título y recuerda la
novela sobre un batallón en la primera guerra mundial que empezó en España y
nunca continúo. “Cinco soldados del imperio austro-húngaro descansan en su
tienda después de la batalla de Ypres, juegan cartas.” Recuerda sus lecturas
del crack mexicano, de historias europeas y guerras lejanas. Le gusta la idea,
pero nunca la sintió cercana. “más de un millón de muertos,” “el país es
ocupado de 1914 a 1955 por diferentes fuerzas”, lee en frases sueltas y se
enoja consigo mismo, por no haberla escrito. Se brinca esquemas de la novela,
los nombres de los personajes, la división por capítulos y llega a una frase
que lo sostiene: “Toda ciudad se funda en la violencia / y en el crimen de
hermano contra hermano. J.E. Pacheco”, le gusta, arranca la hoja y la acomoda
sobre su escritorio, cree que la puede utilizar en otra historia, una que no
trate de la luna. Al final lee una lista bibliográfica. Novelas que transcurren
durante la gran guerra: Hemingway, Graves, Remarque, Roth, otros. Cuadernos
repletos de ideas, piensa y ve su librero, repleto de libros ajenos.
Cuando
termina de hojearlo, abre la puerta del cuarto, la casa permanece en silencio,
camina a la cocina y abre el refrigerador. Hay espagueti, como toda la semana.
En el segundo stand hay dos bolsas de jamón, en las cajoneras hay una lechuga
desinfectada y una bolsa de plástico con tomates rojos, maduros. Va a la cocina;
se prepara un cereal. Sube el plato a su cuarto, con la leche tambaleando por
la escalera y entre los dientes la boquilla de un envase repleto de agua, fría.
Atraviesa el pasillo, el plato blanco con hojuelas de chocolate al frente y se
acuesta en la cama. Abre otro cuaderno, repleto de hojas blancas. En la potada,
con marcador negro, lee Hishima. Ese
cuaderno es de su época en España, lo dejó las últimas vacaciones. Lee las
frases como sentencias: Hishima. Isla japonesa ubicada a 15 kilómetros de
Nagasaki. Una experiencia estética desoladora. Novela
corta. Es una ciudad conservada en el abandono con edificios, casas,
cines, oficinas, escuelas, camas, radios, televisores, ropa, muñecos, todo
cubierto por el polvo. Le da un sorbo a su
cereal, sin dejar de leer las notas. Pequeña isla. Uno de los
principales centros mineros de Japón y el lugar con mayor densidad poblacional,
en la historia, lee, subrayado. Se vació por órdenes de la empresa Mitsubishi,
cuatro meses. Durante la segunda Guerra Mundial murieron 1,300 trabajadores por
las escasas medidas de seguridad. Trato esclavista de los empleadores.
Terrorífica visión en agosto de 1945. Bomba atómica. Nagasaki. Recuerda la
novela. Escribió las primeras 150 páginas, hasta que se le ocurrió una mejor
idea, como siempre. Saborea el cereal de chocolate que le recuerda su niñez y
lee el argumento. Santiago, joven en crisis de identidad, viaja a Japón para
cumplir una promesa pues su hermano mayor Leonardo acaba de morir de cáncer.
Matías recuerda, en esa época su madre aún no tenía cáncer. Hace memoria. Un
amigo se había muerto de cáncer, en la rodilla, piensa y se frota la mandíbula,
con dolor temeroso y hojea páginas más adelante. Santiago carga en la mochila
el diario de Leonardo con una porción de las cenizas y una guía histórica del
lugar. Repasa letras, sabe que esa historia no le servirá. Locación: barco.
Santiago platica con Haru quien vivió en la isla cuando era joven y la abandonó
cuando el gobierno la clausura. Continúa repasando la trama. Matías saber que
una vez que la idea se ha implantado, se tienen que conformar la historia y los
personajes. Al llegar, Santiago se entera que la parte central de la isla está
cerrada, por lo que antes de que el tour parta se esconde en un edificio y
cuando la isla está evacuada recorre la isla por su cuenta, donde reconoce los
edificios y espacios públicos que su hermano analizó y duerme en una casa. A la
mañana siguiente, espera en el puerto pero el barco no regresa y por un cartel
se entera que tendrá que esperar pues el recorrido es semanal”. Matías lee los cinco
días en que Santiago recorre la isla y cada espacio nuevo evoca una segunda
historia: Haru y Maoko, su novia. Interesado, por un momento olvida su deseo de
viajar al espacio y revisa el argumento, completo.
Hojea
el cuaderno, los espacios en blanco donde debería haber conformado la novela. Sabe
que antes de escribir, debe crear todos los elementos; no cree en las novelas
sin planeación. A la mitad del cuaderno de pastas duras hay una división.
Personajes, reza, con pluma azul y un subrayado rojo. Hojea, los protagonistas están
divididos en varios niveles, una categoría por cada página: Físicas. Cambia de
hoja. Psicológicas. Emocionales. Habilidades. Miedos. Objetivos. Dimensión
social. Sorprendido lee cada aspecto, no recuerda haber profundizado tanto en
los personajes. Dimensión moral. Trasfondo histórico. Características
definitorias. Frases célebres, en blanco. Incidente incitador y evolución: El incidente que lo motiva a la acción
es la muerte de su hermano Leonardo. Y continúa, releyendo el cuaderno, como si
otro lo hubiese escrito. Al final lee la estructura:
“basada en la teoría de cuerdas y la idea cosmológica del multiverso. Leer: Brian
Greene, El universo elegante, La realidad oscura”. En la siguiente página hay más de veinte novelas japonesas
y libros históricos que tenía que leer, sólo dos están subrayados. Cierra el
cuaderno, hunde la cuchara en el cereal y sorbe leche oscura, las hojuelas
humedecidas se pegan en el paladar. Continúa repasando el
cuaderno.
De
pronto, escucha que la puerta se abre, es su papá, ve el reloj. Las siete en
punto, como siempre.
-
Matías, ya llegué.
Abre
la puerta del cuarto y grita, como adolescente.
-
Ahorita salgo.
Cuando
termina de hojearlo lo acomoda dentro de la caja con todos los cuadernos, la
cierra y la acomoda junto a la cama, aún le quedan cinco cuadernos que hojear,
los últimos, los más importantes. Toma el tazón vacío, seco y camina hacia la
cocina. En el pasillo, observa la puerta del cuarto de sus papás, cerrada, como
siempre. Desde que su madre murió, su padre se encierra una hora, bajo llave;
es un hombre de costumbres
Toma
las llaves y sale de la casa, son las 7:10 y aún es de día, como en su
infancia. Cuando regresa, su padre aún no baja. Deja las bolsas de plástico encima
de la mesa de la cocina, se lava las manos y teclea su celular, con rapidez,
como si hablara con alguien y camina por la cocina. En el reproductor
suena “In the mood” de Glenn Miller.
Matías
tararea en eco de trompeta y deja caer las papas en trozos sobre el espejo de aceite
que hierve en el sartén negro. Les rocía un poco de sal con ajo y las observa bullir,
con el sonido de las burbujas de aceite explotando, todas, casi, al unísono,
sin estropear la pieza de Glenn Miller ni su baile anacrónico con el que atraviesa
la cocina.
Lava
los tomates y los parte en una tabla de madera y los vacía encima de la
lechuga, la rocía con aceite de oliva y salsa de soya, nueces picadas, un poco
de queso blanco, hierbas y lo mezcla con soltura. Se acerca a la estufa, donde
las papas se tambalean, con una pala extrae las de color amarillo penetrante y
las acomoda encima de una servilleta, para que se deshagan de toda la grasa. Ve
el reloj, son las siete cincuenta y cinco, su padre debe estar bajando las
escaleras o lavándose las manos. Recuesta las papas en un platón blanco en la
mesa, junto a la ensalada, el platillo principal que humea y el postre.
-
Que rico huele –dice Julio, a tiempo.
Matías
acomoda dos vasos de agua anaranjada y un tequila para su padre, revisa que
todo esté en orden y se sientan en los mismos lugares que compartieron durante veinte
años. Cuando van a comer:
-
Dame la mano.
Matías
voltea a verlo, con la palma extendida y suelta la carcajada, ante la
posibilidad de que recen antes y se sirve un poco de ensalada.
-
¿Te sirvo? –pregunta, antes de que su
padre haga el ridículo.
-
Pensé que a tu madre le gustaría –se
justifica el padre.
-
Nunca lo has hecho y aún no estás tan
viejo como para empezar a rezar.
-
Pásame las papas – reniega su papá y se
cruza por toda la mesa, sin esperar.
Matías
se sirve el platillo principal y lo aprueba, lo aprendió hacer en España cuando
trabajaba en cocina, rápido de hacer y de sabores permanentes.
-
Siempre te gustó cocinar –le dice Julio-
De niño te metías a la cocina, con tu madre y tu abuela, mientras tus tíos y yo
hablábamos en la sala.
Julio
toma tres o cuatro papas, pequeñas para probar, y un poco del platillo que
humea aromas.
-
Hablaban de política, eso a cualquier
niño le aburriría.
-
Sí, pero a ti te gustaba ayudar en la
cocina -recuerda Julio- Por eso, cuando trabajaste de pinche en España, no me
sorprendió.
-
Cocinero.
-
Tu madre me dijo que eras pinche y
mesero.
Matías
no discute, tiene razón; nunca tuvo papeles para volverse chef. El padre prueba
la comida, la saborea con una sonora repercusión de emes y comen en silencio.
Matías disfruta la cena y piensa en su novela.
-
¿Y qué hiciste hoy? –lo interrumpe
Julio, su padre.
Matías
piensa en la mujer que vio en el acuario, calcula que tiene 25 a 27 años, tal
vez más, recuerda el pelo sobre los hombros, oscuro, la mirada cálida, repleta
de agua y la imagen como seda.
-
Espero que esto no sea –cuestiona, de
repente- para pedirme dinero –el papá, siempre el mismo.
-
No –aclara Matías y espera hasta que el
bocado se disuelva- sólo que fue un buen día, es todo. Y creo que tienes razón,
si estoy aquí es para ayudar.
Julio
lo voltea a ver, extrañado, y espera una mala noticia.
-
¿Todo bien?
-
Sí. Decidí quedarme, otro tiempo.
-
Oso –hace años no le decía así, desde
que le dio sus últimos consejos antes de irse a Europa- ésta siempre será tu casa, pero – el padre
respira entre frases- debes hacer tu vida, regresar a Barcelona.
Matías
lo ve y decide contarle que en España ya no tiene nada, que no sólo se quedará
para estar con él, que tiene grandes planes, pero calla, sonará a promesa y ha
quebrantado demasiadas. Julio le da un bocado al platillo principal, lo
saborea.
-
Me di cuenta que aquí quiero estar, ¿si
no tienes inconveniente?–responde y le da una mordida a la papa, que humea
dentro de su boca.
-
Encantado –le dice Julio mientras
olfatea su plato- Te quedó muy rico todo.
-
Gracias –le dice, como si no importara-
Por cierto, ya tengo trabajo.
-
Muy bien. ¿En dónde?
Julio
empieza a recitar los pocos periódicos y revistas que recuerda, a todos Matías
le dice que no.
-
En el acuario –dice Matías y Julio deja
de comer.
Lo voltea a ver sorprendido.
-
¿El acuario?, ¿dónde trabajaste antes de
irte a España?
-
Sí.
-
Ay, Matías –dice el padre en un suspiro.
Matías prueba un gran bocado, que le impide hablar, y escucha- Cuando te dije
que buscaras empleo, me refería a un buen trabajo. Tienes un posgrado,
seguramente en algún periódico o revista, necesitarán un escritor.
-
No quiero trabajar en eso, ya estoy
harto de corregir a escritores que tienen menos talento o hacer textos sobre
temas sin futuro.
El
padre no lo entiende.
-
Pero ¿qué haces en el buceo?
-
Remodelaron el lugar.
-
Por favor Matías, sabes a lo que me
refiero. No creo que quieras acabar como, ¿cómo se llamaba el compañero que
vino al cumpleaños de tu primo y se peleó?
-
Marco.
-
Exacto.
-
Hoy lo vi.
-
Era lógico que seguiría. No creo que
Marco, ni ninguno de ellos haya terminado ni la preparatoria, menos estudiado
en Europa. Tienes casi treinta años, Matías. Tienes que hacer tu vida.
-
Estoy bien, Pá.
-
Matías, siempre has querido grandes
cosas. ¿Y qué tienes?
-
Hoy no Pa –le dice Matías, tajante- ha
sido un buen día.
-
De seguro fue un buen día. Además de ir
a bucear, qué hiciste, ver la televisión todo el día, preparar la cena y hablar
con Monserrat, tu novia española.
-
No, rompí con Montse.
El
papá lo voltea a ver, preocupado.
-
¿Cuándo?
-
La semana pasada.
-
¿Por qué no me dijiste nada? ¿Cómo
estás?
-
Hoy mejor –le dice Matías-, en general,
no muy bien.
Julio
lo toma del antebrazo y le acomoda el tequila de su lado. Matías duda, lo ve y le
da un sorbo largo, sin pensar en próceres de la patria.
-
Pero me siento bien –le dice Matías, sin
mentir.
-
Me alegra.
Julio
se sirve una ración extra y saborea la comida.
-
Acá siempre tendrás un cuarto y –dice,
con la boca llena- si te quedas, tú serás el cocinero, que ya me harté de comer
espaguetis.
Matías
suelta la carcajada, en eco de Julio, y sabe que todo va a estar bien, ahora
sí. Le da un largo trago al agua de naranja y muerde una papa, complacido. No
piensa en Montserrat ni en la muchacha del acuario, sólo en su novela, y se da
cuenta que está dispuesto a sacrificarlo todo por escribirla; está listo.
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